Variedades lingüísticas y modelos lingüísticos en el sistema educativo

Este artículo deriva de una conversación con la amiga Ondiz y otros colegas en Mastodon (¡hace más de un año!). Sin su curiosidad, sin sus preguntas, sin sus comentarios sobre la enseñanza de diversos modelos lingüísticos, no lo habría escrito. Gracias a todos, y pido disculpas por no citar a todos los que intervinieron (no he recuperado el hilo) y por haber tardado tanto en corregirlo y publicarlo (lo siento, me he equivocado; volverá a pasar).

La variedad lingüística

Quien conozca un poco su propia lengua y se haya molestado en viajar, habrá observado que no se habla exactamente igual en todos los lugares. En general, hablamos de «acentos» para referirnos a esas diferencias en función de la zona, aunque esta es una denominación muy vaga y muy superficial para una cuestión muy compleja que afecta a la pronunciación (fonética), al vocabulario habitual (léxico), a formas verbales y sufijos nominales (morfología) y hasta a algunas construcciones (sintaxis).

Sin embargo, sin entrar en consideraciones técnicas (sin entrar a fondo en temas de lingüística), podemos suponer que un castellanohablante de la zona de Toledo será capaz de reconocer si su interlocutor es de su misma zona, de Andalucía o de Hispanoamérica. Tal vez no sabrá explicar de manera razonada en qué basa su suposición; como mucho, se referirá a ese concepto nebuloso del «acento» y, probablemente, tampoco sabrá discernir entre un gaditano y un cordobés (cosa que un granadino reconocería muy probablemente con sólo un par de frases) o entre un mexicano y un chileno (distinción que resultaría evidente para un colombiano).

Todas las lenguas vivas de una cierta extensión, todas sin excepción, presentan estas variedades geográficas que llamamos dialectos (no, dialecto no significa «sublengua derivada de otra», ni «forma incorrecta o corrupta de hablar una lengua»: esta es una interpretación falsa que siempre tiene la intención de avergonzar, sin fundamento, a los hablantes de dialectos diferentes del dialecto dominante).

Esta variación (que los lingüistas llamamos diatópica ―porque depende del espacio—, y que convive con otras, como la diacrónica —del tiempo: probad a leer el Cantar de Mío Cid en versión no adaptada—, la diastrática —de la clase social—, la diafásica —del registro, según sea más formal o informal, culto, vulgar, familiar…—)[1], además de darse en todas las lenguas, tiene efectos y consecuencias a nivel social; por ejemplo, se suele dar un rechazo frente los hablantes de variedades distintas a la propia. Este rechazo se exterioriza en forma de burlas o, más sibilinamente, en forma de chistes: en España, por ejemplo, los chistes sobre gallegos, vascos, andaluces o catalanes, basados en exagerar sus respectivos acentos, han sido una muestra socialmente aceptada de rechazo durante decenios, y ni siquiera ahora, a la sombra del concepto de lo políticamente correcto, se está haciendo nada por ponerlos al bando.

La variedad lingüística en el sistema educativo

El caso del catalán, que es el que mejor conozco, no es diferente. Mi lengua, hablada por unos diez o doce millones de personas y que se extiende por cuatro estados (Andorra, España, Francia e Italia), presenta cinco dialectos «grandes» y uno «pequeño» (en relación con la cantidad de hablantes). A su vez, los dialectos del catalán se agrupan en dos grandes bloques, oriental y occidental, en función de algunas de sus características.

Estar divididos entre cinco comunidades autónomas (no nos olvidemos de las cuatro comarcas de Aragón donde el catalán es la lengua histórica, ni de la pedanía murciana de El Carche) hace que cada territorio tenga una legislación diferente en materia educativa; además, las situaciones sociolingüísticas tampoco son las mismas, y las estrategias de las Consejerías de Educación, menos aún.

Adaptándose a las pautas de cada consejería, las editoriales hacen versiones de los libros de texto adaptadas al modelo de cada Comunidad. Pero esta solución también se queda corta porque dentro de cada comunidad también hay variantes lingüísticas. Por ejemplo, el catalán que se habla en Castellón es casi idéntico al que se habla en Andorra (y en Lleida, y en buena parte de Tarragona), y un poco diferente del que se habla en Valencia y Alicante.

Al final, se simplifica y se hace una especie de «café para todos», pero por comunidades: en toda Cataluña se utiliza el modelo del catalán central; en el País Valenciano, el modelo del valenciano central. El resultado es que la mitad (grosso modo) de los catalanohablantes estudian un modelo lingüístico que no es el suyo.

Parece de locos, ¿verdad? Sin embargo, eso pasa en todas las lenguas, también en el castellano, que emplea un estándar basado en el dialecto de Toledo (elevado por Nebrija a modelo estándar a finales del XV). Los chavales andaluces o extremeños difícilmente lo pueden sentir como propio, como tampoco lo sentían como propio los chavales de Navarrés, pueblo castellanohablante de Valencia donde viví entre los 4 y los 10 años.

Estudiar una lengua siguiendo un modelo que no coincide con el de los alumnos, si los maestros no tienen sensibilidad lingüística, puede llevar a los estudiantes a percepciones problemáticas:

  • complejo de inferioridad: «yo hablo mal», cosa que observé entre mis compañeros de infancia; también lo he visto en niños italianos;
  • complejo de alienación: «eso que me enseñan en la escuela no es mi lengua, es otra lengua que me quieren imponer», reacción frecuentemente promovida por intereses políticos que buscan romper la unidad de una lengua minoritaria y minorizada.

Como vemos, es un problemón. Yo intento, cuando se da la ocasión, explicar que esto pasa en todas las lenguas, que es totalmente normal —pero no sé si mis alumnos me escuchan ni si me entienden—. Viajar suele ser la mejor manera de entender esta realidad.

[1] Variación lingüística, artículo en la Wiquipedia.

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